Siempre tengo sentidos y cariñosos pensamientos hacia Vicente Ferrer. En esta época de insensibilidades y codicia desmesurada, siempre recuerdo esas palabras en las que me confesaba: "Lo único que le pido a Dios es un corazón de carne y sangre". Como diría Buda, un corazón tierno y una mente clara, que es lo mejor a lo que puede aspirar un ser humano. Sobradamente evidenció a todas luces este hombre singular, este extraordinario trabajador social (él me dijo que le gustaba tenerse por tal) que tenía un gran corazón de sangre y carne, y no de acero como hay tantos otros.
Pero además de un trabajador social era un yogui. Un yogui no solo porque practicase yoga, que lo practicaba, sino por su actitud. Un karma-yoqui que llevaba a cabo la acción consciente y altruista y que trataba en todo momento de mantener la ecuanimidad. Una de las veces que me visitó en mi casa, en la calle Goya, me acuerdo que estaba, me confidenció, muy preocupado dudando si le renovarían el visado para permanecer en la India y me dijo que estaba atravesando un momento muy delicado, pero en ningún instante perdió la media sonrisa del yogui ni la calma que se reflejaba en sus ascéticos movimientos y en su clara mirada. Después le hice una entrevista para la tertulia humanista que año tras año llevábamos a cabo en la radio mi hermano Miguel Angel y yo. Era siempre mesurado, admirablemente ecuánime y a veces me parecía ver en él a un ascético monje cingalés o birmano.
Yo había oído hablar muchas veces de Vicente Ferrer por nuestro común amigo Alberto Oliveras. Y he aquí que un día estoy impartiendo la clase de hatha-yoga en Shadak, el centro de yoga que dirijo hace cuarenta y cinco años, y la secretaria me avisa que me están esperando fuera. Salgo un momento y allí, con su habitual humildad al vestir y su sonrisa afectuosa, está Vicente Ferrer. Nos abrazamos. Me dice que siga dando la clase de yoga, que eso es lo importante, y que ya nos veremos con más tiempo. Me avanza que le gustan especialmente las posturas de inversión, como la vela y la de sobre la cabeza, que le ayudan a refrescar la mente y descansar. Tiene el enjuto cuerpo de un yogui de la India. Le prometo ir a visitarle a su colonia en Anantapur, India.
Nos carteamos. Le pongo al corriente de mis actividades, que ya en parte conoce bien. Busco la manera de poder dejar Madrid unas semanas y viajar a la India, Quiero volver a estrechar entre mis brazos a este gran karma-yogui del siglo XX y hacerle muchas preguntas, cuyas respuestas, parte de ellas, aparecen en mi obra "Conversaciones con Yoguis". Por fin encuentro tiempo para poder ir a visitarle, como le había prometido. Paso tres días en su colonia y todos los días le entrevisto.