¿Por qué un debate sobre el Papa Francisco y la Iglesia? ¿Qué tiene de interés la figura de un líder religioso en el momento actual de un país como el nuestro, en el que las estadísticas señalan un notable descenso en la práctica religiosa, en la demanda de servicios sacramentales, y en la autoidentificación como creyente de los españoles?
Desde cualquier actitud con la que se observe el fenómeno, la irrupción del Papa Francisco hace ya un año en la primacía de la Iglesia romana ha despertado un interés especial. Algunos de sus gestos y comentarios han suscitado reacciones de diversa valoración e interpretación.
En AGORA-GINES queremos analizar y debatir su significado centrándonos, aunque no exclusivamente, en lo que atañe a nuestro país. En España la Iglesia católica ha desempeñado desde sus comienzos un papel primordial en los distintos períodos de su historia, casi siempre en posiciones cercanas al poder desde el que se pretendía influir en la sociedad, en primer lugar, y en segundo lugar desde las catequesis, predicaciones y servicios religiosos a personas de distinto nivel de instrucción a través de una red de terminales de la doctrina como han sido las parroquias y conventos, los colegios de religiosos y los medios de comunicación social.
En la actualidad pudiéramos decir que en España existen distintas maneras de sentir la Iglesia y de sentirse Iglesia desde sus altos funcionarios de diverso grado y jerarquía, hasta las personas consagradas, pasando por laicos más o menos vinculados a tradiciones, preceptos, cumplimientos y compromisos. Incluso aquellos que hoy se definen como no practicantes (bautizados y educados en la religión) adoptan con frecuencia posiciones ante la Iglesia que pareciera que les importara la orientación que ésta fuera a tomar. Es más, aquellos que han roto su relación ideológica y afectiva con la organización que marcó a fuego un credo en su infancia y juventud, conservan un cierto modo de sentirse concernidos en lo que la institución haga, diga, promueva o prohíba, aunque racionalmente se identifiquen como excreyentes, agnósticos o incluso ateos.
La Iglesia romana hoy en España adopta numerosos rostros, diversos perfiles: están los máximos representantes que conforman la Conferencia episcopal, los consagrados (diocesanos o pertenecientes a órdenes religiosas con diverso nivel de compromiso evangélico y social), los cristianos devotos y practicantes, los cristianos críticos con la cúpula eclesial, los que militan en organizaciones no gubernamentales, partidos políticos, sindicatos, o en organizaciones de acción voluntaria. Son diferentes modos de estar en la Iglesia y ninguno de ellos debería poder reivindicar la exclusiva de su representación.
Pero es cierto que cuando oímos hablar de la institución pensamos en máxima jerarquía que se reproduce a sí misma, pretendidamente designada como continuidad con el primer vicario de Jesús. Esta estirpe ha ejercido en España un notable poder no solo espiritual sino también económico, político y social, que no siempre se ha alineado a favor del marginado o del desvaforecido. Es cierto que hay otras forma de ser Iglesia, entre otras, la que ha librado una constante batalla de pro de la igualdad y la solidaridad (aunque le llamara “caridad”), pero estos grupos han sido, a veces, relegados a posiciones de menor relieve aunque paradójicamente hayan sido utilizados por sus superiores para distintas tareas que han incrementado el prestigio, el poder económico y el estatus social. En estos regates la Iglesia romana ha venido vendiendo su mediación en la salvación individual y el perdón de las culpas.
La historia de la Iglesia jerárquica española en el último siglo ha sido ilustrativa de un modo de operar y vivir la fe que ha estado ajena a la lucha contra las injusticias y desigualdades, con escasa aceptación de la discrepancia ideológica y ávida de poder. Y sin embargo la “salud” evangélica de la Iglesia nos importa, su humanismo es necesario en nuestra sociedad, sus puntos de vista interesan (cuando no se imponen como norma moral universal), sus miembros son ciudadanos que pueden aportar un raudal del acción humanitaria y cívica. Entre ellos cada vez son más los que desean una Iglesia laica en un Estado laico.
Cualquier ciudadano español, independientemente de cómo se perciba respecto a la adhesión a la Iglesia romana, es consciente de la importante huella dejada en nuestra historia reciente y de la notable influencia que ejerce en las distintas instancias de poder en nuestro país. De ahí que nuestra ciudadanía muestre un vivo interés en lo que la figura del papa Francisco pueda determinar en el futuro próximo de la Iglesia católica ya que de ello han de derivarse consecuencias que trascenderán, es posible, en nuestra forma de vivir en sociedad y ser protagonista de su evolución.
La expresión “nueva frontera” la empleamos aquí como ciertas señales y hechos que marcan diferencias con lo anterior, suponen nuevas apuestas ante el futuro, ilustran un carácter más abierto ante lo diverso, lo plural y lo distinto. La nueva frontera significa, además, tener consciencia de que el futuro es incierto y que nosotros somos sus artífices y constructores.
¿Estamos ante una nueva frontera en la Iglesia? ¿Es el Papa Francisco el destinado a poner las bases de una nueva Iglesia que vuelva su mirada a los pobres y desprotegidos, que se enfrente a las causas de la desigualdad, que se reconcilie con quienes se indignan porque quieren una sociedad sin opresiones, sin pensamiento único, sin dependencias ni explotaciones? Parafraseando al evangelista podemos preguntarnos y preguntarle ¿eres tú quien ha de venir o esperamos a otro?
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