Me
parece que una clase completamente distinta de moralidad y de
conducta, y una acción que surja de la comprensión de todo el
proceso del vivir, se han vuelto una necesidad urgente en nuestro
mundo de crisis y de problemas en constante aumento. Tratamos de
abordar estos problemas mediante métodos políticos y de
organización, mediante reajustes económicos y diversas reformas;
pero ninguna de estas cosas resolverá jamás las complejas
dificultades de la existencia humana, aun cuando puedan ofrecer un
alivio transitorio. Todas las reformas, por extensas y aparentemente
duraderas que sean, son en sí mismas causa de ulterior confusión y
nueva necesidad de reformas. Sin comprender todo el complejo ser del
hombre, las meras reformas producirán sólo la confusa exigencia de
más reformas. Las reformas no terminan nunca y, a lo largo de estas
mismas líneas, no existe una solución fundamental.
Las
revoluciones políticas, económicas o sociales tampoco son la
respuesta, porque han producido tiranías espantosas o la mera
transferencia de poder y autoridad a manos de un grupo diferente.
Tales revoluciones jamás son la salida para nuestra confusión y
para el conflicto en que vivimos.
Pero
hay una revolución que es por completo diferente y tiene que ocurrir
si hemos de emerger de la inacabable serie de ansiedades, conflictos
y frustraciones en que estamos atrapados. Esta revolución tiene que
comenzar no con teorías e ideaciones que, a la larga, demuestran ser
inútiles, sino con una transformación radical en la mente misma.
Una transformación semejante sólo puede tener lugar mediante una
educación correcta y el total desarrollo del ser humano. Es una
revolución que ha de ocurrir en la totalidad de la mente, y no sólo
en el pensamiento. El pensamiento, después de todo, es sólo un
resultado y no la fuente , el origen. Tiene que haber una
transformación radical en el origen mismo y no una mera modificación
del resultado. Al presente, nos entretenemos con los resultados, con
los síntomas. No producimos un cambio vital desarraigando los
viejos métodos de pensamiento, liberando a la mente de las
tradiciones y los hábitos. Es en este cambio vital en el que
estamos interesados, el cual sólo puede originarse en una correcta
educación.
La
función de la mente es investigar y aprender. Por aprender no
entiendo el mero cultivo de la memoria o la acumulación de
conocimientos, sino la capacidad de pensar clara y sensatamente sin
ilusión, partiendo de hechos y no de creencias e ideales. No existe
el aprender, si el pensamiento se origina en conclusiones previas.
Adquirir meramente información o conocimiento, no es aprender.
Aprender implica amar la comprensión y amar hacer una cosa por sí
misma. El aprender sólo es posible cuando no hay coacción de
ninguna clase. Y la coacción adopta muchas formas, ¿no es así?
Hay coacción a través de la influencia, a través del apego o la
amenaza, mediante la estimulación persuasiva o las sutiles formas de
recompensa.
La
mayoría de la gente piensa que el aprendizaje es favorecido por la
comparación, mientras que en realidad es lo contrario. La
comparación genera frustración y fomenta meramente la envidia, la
cual es llamada competencia. Como otras formas de persuasión, la
comparación impide el aprender y engendra el temor. También la
ambición engendra temor. La ambición, ya sea personal o
identificada con lo colectivo, es siempre antisocial. La así
llamada ambición noble es fundamentalmente destructivo en la
relación.
Es
necesario alentar el desarrollo de una buena mente, una mente capaz
de habérselas con múltiples problemas de la vida como una
totalidad, y que no trate de escapar de ellos volviéndose de ese
modo contradictoria en sí misma, frustrada, amarga o cínica. Y es
esencial que la mente se percate de su propio condicionamiento, de
sus propios motivos y de sus búsquedas.
Puesto
que el desarrollo de una buena mente constituye uno de nuestros
intereses fundamentales, es muy importante el modo como uno enseña.
Tiene que haber un cultivo de la totalidad de la mente y no sólo la
transmisión de informaciones. En el proceso de impartir
conocimiento, el educador ha de invitar a la discusión y alentará a
los estudiantes para que investiguen y piensen de una manera
independiente.
La
autoridad, "el que sabe", no tiene cabida en el aprender.
El educador y el estudiante están ambos aprendiendo, a través de la
especial relación mutua que han establecido; pero esto no quiere
decir que el educador descuide el sentido de orden en el pensar. Ese
orden no es producido por la disciplina en la forma de enunciaciones
afirmativas del conocimiento, sino que surje naturalmente cuando el
educador comprende que en el cultivo de la inteligencia tiene que
haber un sentido de libertad. Esto no significa libertad para hacer
lo que a uno le plazca o para pensar con espíritu de mera
contradicción. Es la libertad en la que al estudiante se le ayuda a
darse cuenta de sus propios impulsos y motivos, los que se revelan a
través de su cotidiano pensar y actuar.
Una
mente disciplinada nunca es libre, ni puede ser libre jamás una
mente que ha reprimido el deseo. Es sólo mediante la comprensión
de todo el proceso del deseo como la mente puede alcanzar la
libertad. La disciplina limita siempre a la mente a un movimiento
dentro de la estructura de un sistema particular de pensamiento o de
creencia, ¿no es así? Y una mente semejante jamás está libre
para ser inteligente. La disciplina genera sumisión a la autoridad.
Provee la capacidad para desempeñarse dentro del patrón de una
sociedad que requiere habilidad funcional, pero no despierta la
inteligencia, la cual posee su capacidad propia. La mente que no ha
cultivado otra cosa que la capacidad por medio de la memoria es como
la moderna computadora electrónica la cual, si bien funciona con
habilidad y exactitud asombrosas, sigue siendo solamente una máquina.
La autoridad puede persuadir a la mente para que piense en una
dirección particular. Pero ser guiada para pensar a lo largo de
ciertas líneas o en los términos de una conclusión previa, no es
pensar en absoluto; es funcionar meramente como una máquina humana,
lo cual engendra descontento irreflexivo que acarrea frustración y
otras desdichas.
J.
Krishnamurti
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