Nazén , ContraPlano (c) 2006 |
Estamos interesados en el desarrollo total de cada ser humano, en ayudarlo a realizar su más alta y plena capacidad propia -no alguna capacidad ficticia que el educador tiene en vista como un concepto o un ideal-. Cualquier espíritu de comparación impide el florecimiento pleno del individuo, ya sea que se trate de un científico o de un jardinero. La más plena capacidad de un jardinero es igual a la más plena capacidad de un científico, cuando no hay comparación; pero cuando la comparación interviene, surgen el menosprecio y las relaciones envidiosas que crean conflicto entre hombre y hombre. Como sucede con el dolor, el amor no es comparativo; no puede ser comparado con lo más grande o lo más pequeño. El dolor es dolor, como el amor es amor, ya sea que exista en el rico o en el pobre.
El más pleno desarrollo de todos los individuos crea una sociedad de iguales. La actual lucha para producir igualdad en el nivel económico o en algún nivel espiritual, no tiene ningún sentido. Las reformas sociales que apuntan a establecer la igualdad engendran otras formas de actividad antisocial; pero con la educación correcta no es necesario buscar la igualdad mediante reformas sociales o de otra especie, porque la envidia -con su comparación de capacidades- cesa. Debemos diferenciar aquí entre función y nivel social. El nivel social, con todo su prestigio emocional y jerárquico, surge sólo a través de la comparación de funciones, al considerarlas como función superior e inferior. Cuando cada individuo está floreciendo a su más plena capacidad, no hay comparación de funciones; sólo existe la expresión de la capacidad como maestro o primer ministro o jardinero, y entonces el nivel social pierde su aguijón de envidia. La capacidad funcional o técnica se reconoce, hoy en día, cuando poseemos un título a continuación de nuestro nombre; pero si estamos verdaderamente interesados en el desarrollo total del ser humano, nuestro enfoque es por completo diferente. Un individuo que posee la capacidad necesaria puede graduarse académicamente y agregar letras a su nombre, o puede no hacerlo, como le plazca. Pero conocerá por sí mismo sus propias aptitudes profundas, que no serán formuladas por un título y cuya expresión no habrá de producir esa confianza egocéntrico que habitualmente engendra la capacidad técnica. Una confianza semejante es comparativa y, por lo tanto, antisocial. La comparación puede existir para propósitos utilitarios, pero no es la tarea del educador comparar las capacidades de sus estudiantes y producir evaluaciones más altas o más bajas. Puesto que estamos interesados en el desarrollo total del individuo, al estudiante no debe dejársela que al principio elija sus propias materias, porque su elección probablemente esté basada en prejuicios y estados de ánimo pasajeros o en encontrar lo que resulta más fácil de hacer; o puede que elija de acuerdo con los requerimientos inmediatos de una necesidad particular. Pero si se le ayuda a descubrir por sí mismo y a cultivar sus capacidades innatas, entonces elegirá naturalmente no las materias más fáciles, sino aquéllas por las que puede expresar sus capacidades hasta su más pleno y alto nivel. Si al estudiante se le ayuda, desde el principio mismo, a mirar la vida como una totalidad con todos sus problemas psicológicos, intelectuales y emocionales, no se sentirá atemorizado por ella. La inteligencia es la capacidad de abordar la vida como una totalidad; y el hecho de otorgar calificaciones al estudiante no asegura la inteligencia. Por el contrario, degrada la dignidad humana. Esta evaluación comparativa mutila la mente -lo cual no quiere decir que el maestro no deba observar el progreso de cada estudiante y llevar un registro de ello-. Los padres, naturalmente ansiosos por conocer el progreso de sus hijos, querrán un informe; pero si, desafortunadamente, no comprenden lo que el maestro está tratando de hacer, el informe se convertirá en un instrumento de coacción para producir los resultados que ellos desean, y de ese modo desvirtuarán la tarea del educador. Los padres deben comprender la clase de educación que la escuela se propone impartir. Por lo general, se satisfacen con ver que sus hijos se preparan para obtener algún título que les asegure buenos medios de vida. Muy pocos se interesan en algo más que esto. Desde luego, desean ver a sus hijos felices, pero más allá de este vago anhelo, muy pocos piensan en el desarrollo total de los niños. Como casi todos los padres ansían, por encima de cualquier otra cosa, que sus hijos tengan una carrera de éxito, los fuerzan con amenazas o les intimidan afectuosamente para que adquieran conocimientos, y así es como el libro se vuelve tan importante; esto va acompañado por el mero cultivo de la memoria, por la mera repetición, sin que tras ello exista la calidad de un verdadero pensar. Tal vez, la mayor dificultad que debe afrontar el educador es la indiferencia de los padres a una educación más amplia y profunda. La mayoría de ellos se interesa solamente en el cultivo de algún conocimiento superficial que asegure a sus hijos posiciones respetables en una sociedad corrupta. Así que el educador no sólo ha de educar a los niños del modo correcto, sino también ha de ver que los padres no deshagan lo que de bueno pueda haberse hecho en la escuela. En realidad, la escuela y el hogar deben ser centros mancomunados de educación correcta; de ninguna manera han de oponerse entre sí, con los padres deseando una cosa y el educador haciendo algo por completo diferente. Es muy importante que los padres sean plenamente informados de lo que el educador está haciendo y se interesen vitalmente en el desarrollo total de sus hijos. Es tanto responsabilidad de los padres ver que esta clase de educación sea llevada a la práctica, como de los maestros, cuya carga ya es suficientemente pesada. Un desarrollo total del niño sólo puede producirse cuando existe la correcta relación entre el maestro, el estudiante y los padres. Como el educador no puede ceder a las fantasías pasajeras o las obstinadas exigencias de los padres, es necesario que éstos comprendan al educador y cooperen con él, sin generar conflicto y confusión en sus hijos.
J. Krishnamurti
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