En muchas personas hay un sentimiento de incompletud (acuño esta palabra), una sensación de que algo les falta o algo que pueden tener no lo poseen. Es un sentimiento que genera insatisfacción, descontento, vacío interior que se acarrea durante años y años. Es la sensación como de haber perdido algo o no lograr conseguir algo a lo que un impulso difuso nos impele. Todo ello dar por resultado la necesidad de buscar, aunque a veces no tenga uno definido qué se busca o dónde buscar o qué buscar. A veces el sentimiento de separatividad, de distancia entre nuestro ser y lo que creemos ser, es causa de angustia. La angustia apesadumbrante del sentimiento de separatividad.
Es como si uno sintiera que ha perdido el paraíso interior, el Origen, o bien que nunca ha estado en él, pero algo en uno aspira a estarlo. Es el sagrado impulso que nos incita a completarnos, a volver a ser nosotros mismos, a buscar un sentido a lo que hacemos o sentimos. "Algo" se activa en uno y quiere emerger, una energía, hasta ese momento sofocada, que se empeña en eclosionar; un eco de infinitud que palpita en lo más profundo y quiere recordarnos que tenemos que convertirnos en lo que somos y no seguir alimentando la imagen, la descripción, el holograma de aquello que no somos. Mientras exista la disfunción debida a estar en lo que no somos, habrá un estado, por leve que sea, de ansiedad o melancolía, como siente sed aquel que no la sacia. Se pone en marcha, se activa, el misterioso mecanismo de la Búsqueda, e incluso uno puede volverse como un sabueso que, inquieto, no deja de buscar. Ese sentimiento de descontento que invita a seguir buscando y a progresar espiritualmente y evolucionar conscientemente, es propio del ser humano con inquietudes y sensibilidades místicas.
Desde la noche de los tiempos, en la senda de la sabiduría perenne (que por fortuna ha florecido en todas las épocas y latitudes), siempre se ha hecho una distinción entre la persona adquirida y la persona real, o dicho de otra manera similar, entre la personalidad y la esencia, o el yo-social y el yo-genuino. Hay una naturaleza íntima, profunda, innata, gozosa y real que se esconde en lo más hondo de la mente, como la perla se oculta en la ostra. No importa como se la denomine. Cuando una la percibe, aunque sea por un fugaz instante, uno la siente como personal y a la vez transpersonal, sin que entremos a elucubrar si es trascendente o no, permanente o no permanente. No puede vivirse mediante creencias, sino solo a través de la experiencia. Se experimenta o no se experimenta; se siente o no se siente. Si se piensa, se aleja, como cuando perseguimos nuestra propia sombra. Esa esencia o naturaleza más real, está ahí: dentro de nosotros.
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Muchas veces su llamado se hace sentir, pero tan narcotizados estamos con todo lo exterior y tan hipnotizados por nuestros propios pensamiento, apegos y odios, que raramente lo escuchamos. Lo que se viene llamando Realización, consiste en realizar esa esencia, en poder establecerse en la misma. Los yoguis nos han insistido siempre en la necesidad de recuperar nuestra naturaleza real, aquello que los maestros Zen denominan descubrir nuestro rostro original. Al estado de mente natural donde la Presencia se revela, los lamas le denominan rigpa. Todos podemos ir aprendiendo a tener un destello de ese estado; otra cosa es lograr instalarse en el mismo, porque para ello habría que dedicarse por entero a esa conquista. Pero cada vislumbre de esa naturaleza real, algo importante modifica en nosotros y permite que eclosione la inspiradora y reveladora energía de la Presencia.
La Presencia de nuestra propia esencia, de nuestro propio ser o naturaleza original. Una vivencia muy honda, que todos alguna vez hemos tenido de manera fortuita, si es que lago hay de fortuito en ese glorioso "incidente". La mente, cuando está muy perceptiva y viva, sirve de espejo a la naturaleza real. Los pensamientos, la avidez y el aborrecimiento, la fascinación por lo cotidiano, los automatismos mentales y las preocupaciones alejan la sensación de la Presencia, porque no desconectan de nuestro propio ser. El secreto y el sentido, el propósito más elevado, están en tratar de poner los medios para recuperar la esencia y que ésta se manifieste como Presencia, es decir, esté presente. El ego es otro de los grandes obstáculos, porque empaña el espejo de la mente y la esencia no logra reflejarse. Cuando la Presencia se manifiesta, sentíamos una energía muy especial y una sensación de expansión y plenitud, vive y confianza, plenitud. Las acumulaciones mentales, las frustraciones sin digerir, los miedos y autodefensas, nos hacen vivir de espaldas a la esencia y frustran la manifestación de la Presencia. Vivimos, si eso puede llamarse vivir, en lo aparente y no en lo real, identificados ciegamente con las influencias del exterior y los conflictos de nuestro interior, a años luz del verdadero ser interno, ofuscados y generando toda clase de tensiones que más y más nos hacen dar la espalda a nuestro yo más profundo y honesto. La disfunción que se produce es tan grave que origina toda suerte de emociones nocivas, pensamientos insanos, ofuscación y desdicha propia y ajena. Esa es la verdadera oscuridad. La peor oscuridad.
Aún cuando no la sintamos, la esencia siempre está ahí. Lo impregna todo. Nos llama, nos requiere, nos anuncia que no se ha ido y que es nuestro verdadero hogar. Palpita en cada célula del cuerpo y en cada sentimiento del alma. Pero los automatismos físicos y anímicos, la ciega identificación con los mismos, la continuada afirmación de la autoimagen, la energía perdida en alimentar al yo-idealizado y mucho más, hace que la esencia se debilite. Igual que el actor si se demencia puede llegar a creerse el papel que interpreta y deja de saber quién es él mismo, así sucede con la persona cuando es víctima del yo social, de la autoimagen, de los escapismos y autoengaños. La voz de la esencia se apaga. La Presencia queda velada. Toda la energía se engolfa en aparentar y apegarse, pero no en ser. Entonces sobreviene el desequilibro. Millones de personas desequilibradas en un mundo desequilibrado. La esencia nos inspira amor y compasión, pero las autodefensas narcisistas, nos hacen ávidos y crueles. El hombre real que reside en el corazón, como dirían los bauls, se aparta. Ponemos tanto énfasis en adquirir, conseguir, aferrar y retener, que no nos queda energía ni tiempo para conectar con la esencia. Quedamos aprisionados por el yo-robótico, por la máquina y sus automatismos. Pero podemos aspirar a tener una mente libre e independiente, mirar hacia los adentros y conectar con el Ser. Las vías y métodos no faltan. Lo que falla es la motivación, el anhelo de ser, de despertar, de hallar el significado real de la vida.
Por un entendimiento incorrecto, creemos que nos puede llenar lo que nunca podrá hacerlo. Cómo desenmascararse y ser, es doloroso y a veces nos intimida, seguimos creando carencias emocionales, autodefensas narcisistas, resistencias psíquicas y autoengaños sin fin. Entonces la consciencia se opaca y la sensación pura y denuda de ser se pierde. Nos extraviamos. Nos perdemos en nuestro propio laberinto psicológico y existencial. La insatisfacción se perpetua porque perpetuamos nuestra necedad. Pero las cosas pueden ser diferentes. Es posible limpiar la mente y volverla muy receptiva para que conecte con la esencia y sintamos la Presencia. El verdadero trabajo sobre uno mismo, el auténtico trabajo interior, tiene por objeto recobrar la esencia y ser guiado por la Presencia. Tal es posible en soledad y en compañía, en un monasterio o en la vida cotidiana, en un santuario o en un mercado.
En la esencia no hay yo ni tu. Hay unidad. Hay calma y compasión. No hay que creer en ella; hay que tratar de perseguirla y experimentarla. Un toque de la esencia o un guiño de la Presencia transforman mucho más que todos los saberes intelectuales o todas las creencias del mundo, que terminan por tornarse un amasijo de opiniones. El saber intelectual, por imprescindible que sea, es muy limitado. La Sabiduría es lo que nos cambia y le da un sentido a la vida.
Ramiro Calle
Director del Centro Sadhak
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